viernes, 3 de junio de 2011

Paradoja Del Horóscopo Del Diario

Cuentan las malas lenguas, aquellas lenguas que suelen contar cosas y que también como suele pasar suelen ser blanquecinas y apestar a cigarrillo y alcoholes destilados en viejas bañeras victorianas en el fondo de un galpón, que hace casi doscientos años hubo una disputa entre el editor en jefe de un prestigioso diario matutino y un (hasta entonces) fiel lector.

Luego de los muchos encuentros entre occidente y oriente, mayoritariamente en el cómodo formato de guerras por especias, yerbas y otras boludeces, había llegado al nuevo mundo la pseudociencia horoscópica china, la cual se puso de moda más rápido de lo que una novicia que renuncia a los votos entrega la bombacha. E iguálmente de rápido se instauró la costumbre de incluir una sección de horóscopos al final de los diarios, junto a los chistes que nunca dan risa y los crucigramas, que en esa época eran más fáciles y pequeños porque había menos palabras inventadas.

La leyenda de la Paradoja Del Horóscopo Del Diario cuenta que en un lugar no especificado, alrededor de 1850, un lector que aparentemente era muy creyente de las salamidades chinas y por lo tanto leía religiósamente el horóscopo todos los días, se encontró una mañana con un pronóstico muy alegre. El horóscopo le prometía que iba a conseguir 100 pesos ese mismo día.

El hombre, obviamente, se puso muy contento. A pesar de que hoy con 100 mangos no alcanza ni para comprar media cena para una familia de cuatro personas, en esa época era muuuuuucha platiiiiiita. El hombre hizo unos cálculos y llegó a la conclusión de que con esos 100 pesos iba a poder renunciar a su trabajo, comprarse una casa propia, costear los servicios y comida diaria durante 50 años y le iba a quedar cambio para comprarse un café, un viaje de subte y una paliza. El hombre razonó que su vida de repente estaba solucionada.

Su confianza, su futuro y su billetera dependían ahora de ese horóscopo en el cual él confiaba ciegamente.

Las horas comenzaron a pasar y el dinero no aparecía. El hombre, sin desesperar, se planteó que las cuestiones cósmicas son igual de burocráticas que las cuestiones terrenales, así que se tranquilizó pensando que quizás tome de 3 a 5 horas hábiles para que el horóscopo haga efecto.

Pasaron 7 horas y nada. En su apuro, el hombre ya había renunciado a su trabajo en el puerto en el mismísimo momento en que leyó el horóscopo, llamando a su jefe por varios nombres. Algunos dicen que le llamó "maldito negrero escalasoretes", otros que insinuó que su esposa era un "mingitorio con patas" y su hija un "receptáculo de porongas", y que además el mundo de la ciencia le había ofrecido comprarla para investigar nuevos tipos de sífilis. Hay incluso quienes afirman que nuestro protagonista se dirigió tranquilamente a la oficina de su jefe mientras éste estaba tomando un café y procedió a escribir detalladamente su carta de renuncia en la pared de la oficina con las tripas de el gato de su jefe.

Además, nuestro protagonista había decidido divorciarse de su mujer, con quien se había casado porque esperaba que sus padres, ricos y ancianos, muriesen de una vez para dejarle a ella su fortuna de herencia. No le haría falta ya aguantarse sus piernas peludas, su voz de sargento, sus pedos ácidos a las 3 de la mañana de un verano, no señor. Con ese dinero no tendría que tomar órdenes de nadie ni prostituirse con una futura heredera cuyos rollos y bigote harían temblar de asco hasta a los ninfómanos más aventureros (y desesperados).

Ahora, doce horas después de haber leído el infame horóscopo, nuestro hombre se encontraba sin trabajo, en la calle y con una orden de arresto por ultraje, agresión con un arma no convencional y maltrato a los animales. Su vida estaba arruinada por haber puesto su fé ciégamente en un pedazo de papel con tinta que contaba cosas que creían los chinos.

En ese momento se le ocurrió una solución: Su vida yacía arruinada no por su propia, ciega, increíblemente subhumana estupidez, nonono, la culpa total y completa recaía en los editores de ese diario que le prometió 100 pesos y no se los dió! Ellos tendrían que ser castigados por su idiotez, no él mismo!

Nuestro heroe se dirigió entonces con un barato abogado a las oficinas del diario y le presentó una carta documento denunciando al diario por una larga serie de crímenes algunos de los cuales se discute si fueron imaginarios o no. Tratándose de un horóscopo, asumimos que sí.

El diario no podía creer que el hombre tuviese las agallas, así que decidieron seguirle el juego y el editor en jefe en persona se presentó el día citado a la corte civil.

En un principio el editor creyó que el sistema judicial sería demasiado competente como para si quiera tomar el caso, o que simplemente se llegaría a la conclusión de que el diario no le debe nada al desafortunado idiota. Éste no fue el caso, y aquí es donde la historia toma un giro inesperado.

El problema es que el juez local de turno era un jóven (para un juez, al menos) novato lleno de energías pero sin nada que hacer, ya que, dicen las lenguas que ahora saborean una picadita de salame, mondiola y mortadela cortados en cubitos con algún que otro chizito, en el pueblo donde se desarrolla esta historia no solía ocurrir nada. Era un pueblo alejado de las grandes ciudades, con un puerto activo pero modesto y pocas calles asfaltadas. La clase de pueblo en la que no pasa ni el tren (y bueno, ya tienen un puerto, tampoco la pavada, no podemos andar pretendiendo tener tooooodos los medios de transporte, che, o el tren o los barcos, loco, quién mierda te creíste que sos eh? Gil de goma, tomatelá antes de que te rompa la cara, te voy a dar a vos, te voy), en que la gente se aburre tanto que el pasatiempo local es hacer carreras de pasto, a ver cuál crece más rápido.

En fin, éste jóven juez había sido reducido a un mero burócrata, resignado en su espera de un caso emocionante. Por lo cual, cuando ésta peculiar demanda le fue presentada, la tomó como si de los juicios de Nürnberg se tratase. Febrílmente leyó los cargos al acusado, quien se declaró inocente, alegando que cualquier persona que tome bruscas, tremendas y repercutivas decisiones para su existencia sin pensarlo dos veces basándose en lo que leyó en un horóscopo no sólo merece lo que le venga sino que además tendría que ser encerrado por ser una obvia amenaza a sí mismo y a los demás. El demandante alegó que el diario tendría que saber que la gente va a leer su horóscopo y que hay muchos creyentes que van a tomarlo como algo serio. El editor contestó que cualquiera que realmente crea en las bobadas que dicen los horóscopos es sin lugar a dudas un total incompetente, cualquiera sabe que de todas formas son puras pamplinas hechas para que la gente tenga algo de qué hablar en la sala de espera del dentista o en la peluquería, o para que algún jóven con poca calle tenga una buena pregunta rompehielos a la hora de levantarse una miniiiiita. Entonces, razonó el demandante, el diario está cometiendo fraude al publicar de forma conciente y voluntaria información que saben de hecho que es falsa, lo cual es un delito grave.

En fin, los intercambios, la deliberación, la evidencia, la lista de insultos fueron larguísimas. Casi cinco horas después de agitada consideración, y luego de que lo convencieran de que si, efectivamente la pena de muerte no se puede aplicar en estos casos, así como tampoco la tortura ni la humillación pública, el juez llegó a su veredicto final.

El diario fue declarado culpable de fraude y tuvo que compensar al demandante por sus miserias con una suma monetaria: Cien pesos.


Al tiempo en que tomaba de su billetera los 100 pesos y se los entregaba al demandante, el editor en jefe del diario vió la hora en su muñeca: El reloj indicaba las 23:45.

"Momento!", exclamó. "De entregarle ahora este dinero al señor, técnicamente hablando, la profecía del horóscopo se habrá cumplido! Por lo cual no tendré que pagarle nada!"

Contento, el editor guardó su dinero en su billetera.

"Ahá! Pero de no dármela, estaría rompiendo la profecía!".

Los dos lo pensaron un momento.

De darle el dinero la demanda sería nula y no le debería nada, pero al no tener que pagarle inmediatamente la demanda estaría de nuevo en vigencia.

Dice la leyenda que el editor y el demandante intercambiaron 100 pesos de forma casi constante durante años. Cada vez que uno le daba los 100 pesos al otro, el otro se veía legalmente forzado a devolverlos, y el primero entonces se vería legalmente forzado a dárselos de nuevo. Y así. Incluso después de la muerte de ambos, el sistema legal obligaba a sus herederos a continuar el intercambio. Así, hasta el día de hoy, en algún pueblo perdido hay un billete de cien pesos que rebota entre las mismas dos familias, eternamente condenado a no ser gastado, a no ser poseído por nadie.