Todo empezó hace más de 3 años cuando de hecho era un ciudadano documentado y todo estaba en orden y progreso, todo legal, don Inodoro. Pasaron los años y llegó el tiempo en que el documento de menor de 16 años se hizo obsoleto y tuve que ir a renovarlo, entonces hice lo que cualquier persona racional haría en mi lugar:
Nada.
Pasaron dos años y vinieron los dulces 18 yaaaay! entonces no pude evitar más tiempo la responsabilidad de actualizar el maldito cacho de tela verde que me dice quién soy como si yo no lo supiera y como si al patova de la puerta del boliche le importara. Era alrededor de Septiembre del 2008, cuando decidimos, mi querida madre y yo, arrojarnos de cabeza a la masacre psicológica que es la bella, bella burocracia Argentina Argentina, qué destino mi amigo Argentina la desaparecida. Eran alrededor de las 7 de la mañana cuando llegamos al Registro Civil de Salta y Ov. Lagos, ya desde la otra cuadra se divisaba la fila, una cadena de gente forrados de arriba a abajo con la misma apariencia, sólo ligeramente modificada con los códigos innecesarios de colores, alturas, sexos, pero todos ellos embadurnados de la misma esencia, el mismo olor, el insomnio, el café de la mañana, la ropa que encontraron tirada junto a la cama, la idea clavada del desgraciado papeleo, todo esto titilaba fuertemente en sus ojos y bocas, tan solo ligeramente derretidos en sus pálidos y somnolientos rostros.
Y entonces eramos mi madre y yo en esta fila de muertos que esperan morir, lentamente deslizándose hacia el vientre de la bestia, el enorme y hueco edificio, que más que un edificio es un verdadero órgano, un ser vivo y pensante cuyos glóbulos blancos, los burócratas, estaban listos para defender su dueño de nosotros: Los ocupantes, el vírus, los gérmenes del cumplimiento del deber idiota. Apenas entramos nos dieron un número (anticipando el verdadero objetivo de este viaje: darnos un número, decirnos quiénes somos, a dónde pertenecemos y qué es lo que podemos o no podemos hacer; en pocas palabras: etiquetarnos y almacenarnos en un enorme archivo), el cual era 53. Ese número no abandonará mi memoria por un buen tiempo.
Dentro de esta enorme sala coronada con una cúpula de vidrio, sucia y descuidada, se distribuía alrededor del centro circular, por un lado una formación cerrada de sillas, y por el otro, una L de escritorios prefabricados, el cual contaba de 5 glóbulos blancos, más algunos que de vez en cuando hacían apariciones siniestras por detrás de un enorme muro de madera que ocultaba la verdadera, la negra maquinaria de guerra. La burocracia en su rudimentario y ancestral mecanismo de reloj.
El marcador electrónico de los números correspondientes cambiaba una vez cada dos o tres minutos, aproximadamente, bajo la voluntad del que yo decidí nombrar Glóbulo Blanco Superior, encajonado en una especie de sección blindada, justo en el medio de la pata más larga de la L, vidriada, como a prueba de balas, a prueba de quejas, de llantos, de escupitajos, que presionaba el botón cambiador, que con cada cifra exhalaba el más horrendo sonido que estos oídos han tenido que escuchar: "ding-dong.... ding-dong....". Mi corazón moría un poco con cada tronar de ese aparato.
Los minutos parecían dilatarse hasta convertirse en historias, en vidas, en completos amores, desde el primer encuentro hasta el último adios y el abandono total de lo poco de humanidad que flotaba en el aire era un hecho irreversible. Pasaron 2 horas.
A esta altura, debo decir, ya llevaba cuenta completa de todos y cada uno de los presentes. Desde el sospechoso hombre de la gorra y la campera deportiva dos acientos atrás y uno a la derecha, hasta cada una de las mujeres embaradazas, siete asientos a la izquierda, tres atrás y uno a la derecha, y una en la exacta esquina suroeste, cinco acientos atrás y ocho a la izquierda. Sin mencionar la mujer que aparentaba tener 100 años, un asiento hacia adelante y dos a la derecha, casi en la esquina noreste, y al hombre sudoroso en diagonal hacia mí, un asiendo adelante y a la izquierda.
El número en el chirrioso aparato continuaba su lerdo trayecto hacia el 53, pero a estas alturas mis esperanzas de escapar este silencioso manicomio quizás interrumpido esporádicamente por el esclarecimiento de una garganta (pura mentira, es que ese hombre no aguantaba el silencio mucho más que yo) eran tan altas como el número que ardía rojo en los ojos de cada uno de los presentes: 48.
Luego de la interminable listas de apellidos, muchos de los cuales no había escuchado en mi vida (Rubina? Klavino? Dueña? En serio?), el gemido del maldito aparato anunció solemnte el número 49. Mis pies temblaban, mi boca estaba seca, mis manos apretaban fuertemente el borde del asiento. Pronto llegarían los 50's y luego nada, el relax en camino hacia la gloria. La cima de la montaña finalmente alcanzada que te hace olvidar que luego tenés que bajarla, y bajar es más jodido que subir.
Entonces, el desastre.
Quisiera pensar que me estaba volviendo loco, que la impaciencia, el silencio, la tremenda falta de sentido que todo este evento sostenía me habían empujado diréctamente al estatus de futuro interno del Agudo, pero no, el maldito aparato, ciertamente manejado por las mismas manos de Satanas, pasó directamente del número 49, al número 60. Sentí una fuerte presión en la sien y salí disparado de mi asiento. Ya ven, el asunto era muy obvio, muy simple: El aparato sufrió un traspié (así se le llaman a las bromas pesadas en la burocracia, aparentemente) electrónico y simplemente se seguirá contando como si se tratara del 50, no? Bueno, díganle eso al caballero sentado tres asientos hacia mi izquierda y dos adelante, que con su boleto cláramente etiquetado "60", decidió ignorar las leyes del sentido común y la decencia, levantándose de su asiento con una sonrisa y acercándose al Glóbulo Blanco Supremo (G.B.S. a partir de ahora). Para ese momento yo ya me había levantado y me había dirigido al mismo lugar, sosteniendo mi humilde 53, haciendo una discreta carrera con 60 (llamémosle así). 60 se acercó al mostrador de G.B.S. y extendió tímidamente su mano, esperando ser atendido, pero no iba a dejar que suceda, no.
"Disculpame, pero obviamente hubo un error y le toca al turno 50", le dije, con la voz más calma que la situación me permitía (pista: no tan calma). Miré a G.B.S. esperando su aprobación, pero uno de sus ayudantes ya había tomado el boleto de 60 y estaba analizando su petición. La rabia ante la incompetencia de los que tienen en sus manos el mismísimo destino de mis actividades como parte de este país me enrojeció la cara y los ojos, y pasándome por el forro del ojete (perdón el quebrantamiento de mi impecable prosa) el cartelito pelotudo de "hacer silencio", dije con voz de cancha "es obvio que el aparato se pasó los números, ahora le toca al 50. dentro de tres turnos, voy a acercarme al mostrador" y en este punto empecé a caminar hacia los asientos, asegurándome de tener la atención de los presentes, concluí: "TRATEN de detenerme". Mi madre estaba tratando de ser tragada por la tierra (la pobre tiene esta obsesión con el quédirán) mientras yo me sentía un poco mejor, pero aún ardiente, ya en mi mente planeando la forma en que iba a robarle el arma a ese guardia en la columna noreste y eliminar a cuantos glóbulos blancos me sea posible, junto con 60 y sus cómplices, que son todos los que silenciosamente aceptaron su impertinencia.
En fin, luego de esto, a 60 se le dijo de esperar, lo cual me agradó mucho, y G.B.S. personalmente se encargó, abandonando su bunker por unos instantes, de resolver el asunto. El aparato del infierno con su eco de gemidos de eterno tormento fue finalmente desconectado y los números empezaron a ser dictados con su mismísima, preponderante, sino intimidante voz. Empezaron por el 50 (la mujer embarazada de la esquina suroeste), luego el 51 (un hombre gordo con lentes de marco grueso, marrón) y finalmente el 52 (la anciana de 100 años) hasta que, el momento prometido, la estruendoza pero a la vez fina y formal voz de G.B.S. dictó claramente mi destino: 53. La batalla había terminado. Victoria para 53.
O al menos eso creía.
La magestuosidad de la burbuja protectora de G.B.S. casi quitaba el aliento. Marcos de madera, obviamente una adición posterior a la fabricación de la enorme L, con vidrios claros y limpios, un metro y medio desde la base, que a su vez esta a un metro (aprox.) del suelo. Mostrándome su rostro, total y completamente lleno de desprecio ante nosotros los cuerpos extraños, me apuntó hacia la sección de la L a su inmediata derecha. Miré hacia allá. Un glóbulo blanco, mujer, de unos 35 años, con rostro entre aburrida y nerviosa, me recibió. Tomó mi número y lo impaló en el típico pisapapeles/aparato de tortura para papeles a los cuales siempre estube tentado de usar como arma contra sus propios dueños. Esa fue la muerte de 53. Mi última identidad entre nosotros, los pobres gérmenes intentando hacer nuestro camino a través del salvaje animal que es Registro Civil.
El glóbulo me preguntó nombre y asunto. Yo respondí. Mi asunto era la petición de la renovación del D.N.I., junto con otros asuntos que no tienen cabida en esta historia. Me envió hacia el primer escritorio en la pata más corta de la L (quizás les convenga imaginárselo como una r, al estar la pata más corta del lado derecho). En ese rincón un glóbulo con apariencia de tener unos 46 años, pelo rubio probablemente oxigenado, piel arruinada por el sol y una computadora me estaba esperando. Me tomó los datos pertinentes. Imprimió un comprobante y me envió a la punta opuesta del salón, donde dos bancos verdes, estrechos, y poblados por algunos de nosotros, me esperaba. Adyacentemente había otro escritorio, separado de la L y enterrado en la pared, tras del cual se veían ir y venir glóbulos, con mates, facturas, papeles, celulares y sonrisas cómplices, como sabiendo exáctamente qué es lo que están haciendo, al no hacer nada. Cada vez más se parecía esto a una versión bizarra de The Truman Show donde el único objetivo es volver a la mayor cantidad de gérmenes, total e irreversiblemente locos. No faltaba mucho para eso.
No creo haber estado sentado una hora, pero definitivamente se sintió como una. Entre la gente que estaba orbitando alrededor de ese escritorio ahora deshabitado, pude ver a un hombre de manos gruesas y boina, probablemente un obrero, una mujer con dos hijos pequeños que parecían querer destruirla tanto como los glóbulos blancos a nosotros, gritándole, tirando de sus pelos, llorando y riendo, todo a la vez, mientras corrían a su alrededor. La mirada casi suicida de esa mujer se encontró con la mía. Sólo fue un segundo, pero me dijo y le dije todo lo que hacía falta decir.
Finalmente escucho mi nombre, con más asco del habitual, y me acerco al suave escritorio blanco donde descansa un archivo considerable. "solicitud de documento?" Me dijo un hombre de no menos de 50 años y mucho apuro. "Si" dije, sin saber bien por qué. "Un momento", dijo, y desapareció detrás de la puerta donde los glóbulos se paseaban. Cinco minutos después apareció una mujer con dos papeles, y pronunció en voz alta mi apellido. "Acá estoy", dije, con toda la inocencia que esta aventura me pudo regalar. La mujer me miró como si la hubiera insultado. Luego de regalarle varios autógrafos en papeles misteriosos, me entregó los documentos que solicité, y mi viejo documento, con un papelito blanco que dejaba cláramente indicado, que comencé los trámites para su actualización. Finalmente me dió una factura.
Una factura? Demonios, nadie me dijo que tengo que pagar por esto. Tengo que pagar para tener una casa, pagar para mantenerla, pagar para comer, pagar para estudair, para moverme en la ciudad, para que un maldito papel certifique que he nacido, para que otro papel asegure que sigo vivo, para que más papeles me digan a mí y a todo al que necesite saberlo: Quién soy, dónde estoy, qué se me permite hacer, cuál es mi cifra, mi código, mi clave, mi número, mi letra, mi espacio en el archivo, mi valor, mi precio. Tengo que pagar para que se mantenga actualizada la certificación de mi existencia. Qué acaso mi carne, mi sangre, mis sonrisas, mi amor no vale más que un montón de papeles, una batalla con los glóbulos blancos, la mirada asesina de 60 y de G.B.S., el dinero que tuve que desembolsar en el vientre de la bestia, para demostrar que soy, que estoy, que existo, pienso y siento?
La respuesta es no, aparentemente, así que me dirigí a la caja. Sin demasiada sorpresa descubrí que la caja en sí misma, era el cuartel celosamente blindado de G.B.S. Claro. Quién más sino ella para manejar no solo mi destino sino también mi dinero. Le entregué la factura la cual fue inmediatamente impalada, y mi dinero, el cual, tras el sonido inequívoco de una caja registradora abriéndose, desapareció para siempre de mi vista. Si alguien hubiera pausado esa película de terror en ese preciso instante, estoy seguro de que hubiera podido ver con detalle las lágrimas de Belgrano mientras lo arrancaban de mis dedos y lo encerraban en la fría caja de vacíos espirituales. En fin, no tuve más remedio que retirarme, confiado de que a pesar de que no lo parece, después de toda herida, pérdida de identidad, de sueño y de dinero, esa batalla resultó victoriosa para otro germen.
Salimos mi madre y yo, vomitados por el monstruo Registro Civil, y nos metimos en el local de fotos, en el cual me sacaron 4 fotos para el documento. Ya saben, el rostro derrotado, casi anestesiado, mirando distraída pero desinteresadamente hacia la derecha, con el eternamente clásico fondo celeste-cielo (por qué será eso? Nos quieren hacer creer, cada vez que abrimos el documento, que estamos en el cielo? Que somo seres iluminados, superiores, celestiales, deidades, sólo porque cumplimos con obligaciones que no queremos ni aceptamos, ni creemos realmente útiles? Es esa su forma de homenagearnos por bailar al ritmo que nos dictan?). Las marcas de la batalla en mi rostro son total y completamente visibles.
------ChiKeN FeiS
Sos un genio!!!11111111111(muchos "unos" para vos!)
PD: Impalen a 60!!!!!!1
------Payasito
Maestro...
Sin palabras...